Cómo saber que no vivimos en una simulación de ordenador... si es que podemos saberlo

No sé si vais a comprenderme bien porque no estoy seguro si la sensación de la que voy a hablar la ha sentido todo el mundo. Supongo que, aparte de las condiciones circunstanciales, deben darse también algunas innatas, genéticas. Supongo que habrá que nacer con la predisposición a sentirse así.

Tienes que estar solo y alejado de cualquier preocupación, de cualquier urgencia cotidiana. En ti ha de reinar una cierta paz, una cierta ataraxia que dirían los griegos. Las circunstancias ambientales también han de acompañar. Vienen mejor los días plomizos. Una pesada atmósfera gris o una insistente lluvia ayudan. El sol no. Quizá por eso los españoles no hemos sido nunca grandes filósofos: tantas horas de insolación no predisponen a la reflexión profunda. Pasear por la ciudad, sentarse en un solitario parque, ensimismarse en el más ordinario de los objetos… Y entonces puede aparecer, puede llegar esa rarísima experiencia: la de irrealidad, la de sentir que el mundo que nos rodea no es real.

Es la experiencia Matrix o, película menos conocida pero quizá hasta mejor, la experiencia Dark City (Alex Proyas, 1998). Sentimos que algo va mal, que algo falta, que lo que nos rodea tiene algo de impostura, de envoltorio que oculta una verdad más profunda.

La vieja experiencia de la irrealidad
Es una experiencia que tiene casi tantos siglos como nuestra civilización. En su Poema (quizá el texto fundacional de la filosofía occidental), Parménides narra cómo es secuestrado por unas doncellas y llevado a la presencia de una enigmática diosa. Ésta le revela el camino del ser, de la auténtica verdad.

Leyendo este precioso texto en edición bilingüe se descubre que Parménides utiliza la palabra griega aletheia para referirse a la verdad. El significado de tan hermosa palabra (su sonoridad es pura poesía, como todo el griego clásico. Invito al lector que compare el griego con el inglés, esa lengua de bárbaros que se ha impuesto en la actualidad) es “sacar a la luz lo que está oculto” o “desvelar”. En este sentido, la verdad no puede ser algo evidente, algo que se ve a simple vista, sino algo que está escondido, que se oculta tras las apariencias.

El conocidísimo Mito de la Caverna platónico es un desarrollo del poema de Parménides. En él, la humanidad entera se encuentra esclavizada en una cueva, condenada a no conocer la auténtica verdad que solo se encuentra fuera de tan tétrico lugar. Los esclavos solo contemplan sombras y reflejos, copias deformadas de la verdad. De repente, un día, uno es liberado y sube la escarpada cuesta que lleva a la salida. Una vez fuera ve por primera vez la luz que emana del sol (metáfora de la Idea de Bien: desde cierta interpretación, el dios platónico) y descubre la verdad. Cuando regresa a la cueva para liberar al resto de la humanidad, lo toman por loco y terminan por matarlo.

Platón da en el clavo al ilustrar de forma tan brillante lo que suele ocurrir cuando el típico genio tiene ideas que se adelantan a su tiempo (el lector puede encontrar miles de ejemplos históricos), o cuando una sociedad se acostumbra tanto a ciertos tipos de cadenas que incluso llegan a resistirse a ser liberados; pero lo esencial del mito es lo mismo que en el poema parmenídeo: el mundo que nos rodea no es real. Tus ojos te engañan, tu mundo es postizo.